jueves, 8 de septiembre de 2011

E sentila libre, voando entre a plumaxe e as malas herbas, mentres espera a que a chamen. Un sinal basta para que cambie de son, se ispa e peche os ollos no momento. A vida non ten importancia se non sente, baleira de imaxe e sentimento agarda pola dor, mais sentila non é difícil, eu síntoa, e ben que sufro. Perdín pelo buscando pola alma perdida dunha moza, das que nin sofen, nin disfrutan, nin odian, nin aman, nin saben foder a eito. Ensinarlle sería a miña labor, paseniño, movemento por movemento quitaría a camiseta de Adolfo Domínguez que lle regalara, o tanga de fío de seda que lle mercara, ata uns zapatos con tacóns de agulla que tanto me gostaba meter na boca. Non atopei rapaza, nin camisa, nin bragas suficientemente transparentes. Sí atopei tacóns, uns Louboutin (https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhOec-clZ14Xg0wD-zbMqeLrPf6mC0ymmRd6R554fbiLR8ppbqhpDlUucRGDrs0NRd7Cn_j3XPnLbQQ0OlSmHqbOn1-aFbPQGNNC5Z0xBmnKPoYNXXdXnP2lhDwH3AKzTwDg6uE97blVQI/s1600/Christian-Louboutin-Very-Prive-Peep-Toe-Pumps.jpg) discretos, sinxelos, pura sensualidade. Conseguira os pés do soño, debía seguir ascendendo, deslizando a roupa polo corpo inerte, rasurando os primeiros pelos da pubertade que lle asomaban nas ingles e retorcéndolle os pezóns cos dentes ata que chegasen ao clímax. Sentinme vello sendo vello, reflectindo o espello a pulcritude do meu rostro, a virxinidade do meu sexo asoballado pola que levaba corenta ano ao meu carón na cama sen pensar e a virilidade do peito do lobo. Non temín á morte, ela nunca me deixaría con cousas por facer. Morrían as noites de novelas e filmes, decidín que acabara o tempo. Tiña zapatos… o esencial.Baixei ao soto. Na penumbra destacaba bisutería barata e zapatos de charol. Ordeei que se puxeran as catro en fila, obedeceron e dinlle un breve repaso ás meixelas rosadas. Escollín coma quen elixe os bistés máis finos da carnicería se o xefe non está disposto a cortalos él mesmo. Delgada, pobre, adolescente, era ela, a das noites en vela, das novelas e dos contos de terror, a das pastorelas e os soliloquios, a verba e o xesto, a escuridade, toda ela. Espina, sen agardar ás farolas, abrupta e doce, sen sentir todavía. O tímido sorriso amedrentado era o da nai, a mirada dun pai memorable. Coloqueille os zapatos, con dous dedos o tacón, a maxia non debe deixar pegadas. As paredes do cuarto de papel gris e flores mustias, a cama branda, de resortes de espiñas prolongadas dos tapices da xungla, nunha cadeira a roupa, a súa e a miña, xunta. Entre as pernas asomaba a pelusa da idade, a mesma que me quedaba a min na testa. Suaba, acendín o ventilador de aspas de madeira, colgado do teito, enturbiaba a calor do sexo. Daban as 12 na Igrexa de Santiago, era a hora de fodela como puta que dende entón sería. Ensinarlle o francés era a tarea da primeira madrugada. Agarreille os cabelos louros e afundina no fondo das sabas. Non atinaba coa posición, nin coa man, mais acabou tragando por porca. Merecíao e gustoulle, sería boa. Rematou co galo, coa súa sangue e a miña satisfacción. Deixei na mesa unha nota, volvería a vela. A tentación regresou pronto, negouse. Alegou febre, regra, a primeira; pouco profesional. Quen se creía para desobedecer a seu pai? Mateina, comeron a cona as galiñas. Aínda quedan tres…

E voar libre



jueves, 14 de abril de 2011

1

Se abre el telón. A la izquierda del espectador, un piano de cola, negro; el pianista, encorvado, viejo, enseñando su perfil derecho al público mientras hace sonar canciones de Billy Joel. Pantalón, camisa y americana; íntegramente de negro. No lleva corbata. Una lámpara, sucia y nada excéntrica, cuelga del techo sobre el piano, a un metro de este. Su luz se centra en él y en el músico. La madera del escenario cruje, tiembla al ser golpeada por los pies del viejo cuando marca el ritmo. Es bueno, debe ser bueno. La experiencia en la deformidad de los dedos y la pasión por su oficio en los movimientos del torso. Canta, tesitura de tenor pudiendo llegar a barítono Martin e incluso ligero; la edad rasga su voz, la vuelve todavía más profunda. Ligeramente a la derecha del piano, tres metros más atrás, un negro, muy negro. Además de negro es saxofonista, una cinta, negra, mantiene el instrumento cerca de su pecho. Pelo típico afroamericano, negro, de gran volumen. Es alto, delgado y no supera la treintena. Sobre su cabeza una lámpara, sobria, que solo se encenderá cuando el saxo alto deba ser escuchado. Esmoquin blanco, camisa blanca, pajarita roja, descalzo. Si no toca, desaparece de la escena. A la derecha un banco; negro, metálico y viejo. Sobre él, un joven y una joven, no se miran; el lee, ella charla con otra muchacha que está, de pie, a su lado. Vaqueros, camiseta clara ellas y negra él y zapatillas oscuras. No destacan físicamente. A su izquierda, tan atrás como el saxofonista, un grupo de estudiantes, cinco o seis, ríen. Algunos se apoyan en una pared mugrienta de color indeterminado (colores como ese es mejor no tenerlos en la mente). Visten colores impactantes, dolorosos como el mismo sol. Hablan alto, sus voces se escuchan sobre la melodía del piano, que debe sonar con fuerza pero con un volumen inferior al de las conversaciones. Entorpece el seguimiento de lo que se dice, pues lo que se canta es mucho más interesante; así debe ser. En el centro, nada; el fondo, oscuro.

Él lee: “Aunque airadamente susurren las hojas con el viento, el sol brillará hasta que cierres mis ojos.”

El pianista realiza su primer movimiento, comienza “Scenes from an italian restaurant”...

lunes, 15 de noviembre de 2010

Interpretación primera del día de voces

...mis piernas temblaban y mi madre abrió los ojos como lo hacía cada mañana, jurando y perjurando por su aspecto. Era presumida, mas no tenía ni ropa, ni dinero ni nada para ir a una reunión. Agarró su pantalón de pana, el de todos los días, y lo estiró, pues no estaba planchado y tenía algunas arrugas. Se puso la camisa, la de los domingos, nunca se la ponía si no era domingo. Después los zapatos, una talla más grande que la suya porque se los había regalado la abuela. Parecía un payaso, el mejor de todos, el más precioso.

Me agarró de la muñeca, salimos y claro, llovía (no sé cómo aguantan aquí tanta agua). Teníamos un paraguas, de esos negros que venden en la feria, lo cogí y se lo entregué a ella. Era pequeño y no cabíamos los dos, así que me cubrí la cabeza con la mochila nueva que me habían regalado las Navidades anteriores. Llegamos, y se enojó porque usted todavía no estaba allí, es duro esperar a alguien que te cita y a quién no se quiere ver, ¿sabe?. Llegó, aparcó y nos acercamos a usted atravesando un diminuto jardín repleto de malas hierbas. Salió del coche y se quedó parado, asustado o reprimido, así que tuvimos que movernos nosotros para ahorrarle la molestia. De repente, se apresuró a arrancar las únicas flores que quedaban, mustias y pálidas como la cara de Pinochet en sus funerales y se las entregó mientras pronunciaba unas palabras que no acierto a recordar, algo así como encantado hermosa; dejémoslo. Ella lo agradeció, por cortesía, y usted la miró de arriba abajo, deteniéndose unos segundos en sus pechos y su ombligo. Gritando, nos indicó el camino a su despacho y nos empujó hacia su interior. Allí tomó suavemente el brazo de mi madre y le situó el sillón en el lugar adecuado; en cuanto a mí, ni se molestó en mirar si había entrado antes de cerrar la puerta con un movimiento brusco de muñeca. Empezó a hablar, mucho más calmado que el día anterior, y no paraba de mirarla, como decía don Pablo, parecía que los ojos se le hubieran volado, pero no, por desgracia para usted su boca no había sido cerrada. Es más, cada palabra la pronunciaba más alto que la anterior hasta el punto que su mandíbula parecía desencajarse. La conversación no fue interesante, pues sólo habló de usted; que si el colegio se había erigido en torno a su figura, que si habría podido ser catedrático en Cambridge pero había renunciado por sus alumnos aquí... De mí, ni palabra; quizá por ello pareció a mi madre una reunión absurda. Acabó, como de costumbre, enfadada. La despidió con otra mirada, con las mismas pausas pero esta ver de abajo a arriba. A mí, ni adios.

Me fui, nos fuimos, se fue.

Anocheció...

viernes, 29 de octubre de 2010

Interpretación primera del día de autos

¿Me recuerda, señor director? No lo creo, la edad no perdona y usted ya ha afrontado el apogeo de la vida. Le voy a refrescar la memoria, así que, cuando lea esto que a continuación le narro, concéntrese en la lectura, SÓLO en ella…

Me llamo Santiago y soy de la ciudad que me ha regalado el nombre, pero no la de aquí, sino la del otro lado del océano. Llegué a su centro cuando era muy chico, hace cinco o seis años, y usted se sorprendió porque había llegado sólo (igual creía, señor, que a mi madre le SOBRABA el tiempo para niñeces como llevar a su hijo a su nuevo colegio en su primer día aquí). Me preguntó dónde estaba ella, de dónde venía y qué hacía yo allí (¿qué hará un niño en un colegio? “No es muy avispado este señor director” pensé entonces). Le contesté a todo, con la claridad y brevedad posible a mi edad, pero su ceño continuó fruncido mientras yo y sus compañeros lo mirábamos atónitos. Minutos más tarde y con la cara de amargado que lo caracteriza me pidió el número de teléfono de mi madre, mas no TENÍA. Finalmente, mientras todos los niños se amontonaban en filas (de todo menos indias), me pidió usted que mi madre le hiciese una visita, y eso no era tan fácil. Por lo que su rostro reflejaba creí pensar que se quedó dando vueltas a lo que TENÍA a mi madre tan atareada, y estoy seguro de que tenía razón.

Llegué a casa, si así se le podía llamar, y hablé con mi madre. Me regañó, y vaya si lo hizo, repitiome una y mil veces que no tenía ni tiempo, ni ganas de hacerle una visita a un hombre que lo único que puede aportarle al ser humano el conocimiento teórico (cuánta razón tenía). Pero no me di por vencido y seguí insistiendo hasta que, no sé si por cansancio o equivocación ella acabó aceptando mi petición. Esa noche no concilié el sueño, estaba nervioso, aunque eso aquí y ahora no viene a cuento.

Amaneció...

viernes, 6 de marzo de 2009

Érase una vez, sumergido entre viejas montañas apoyadas en infinitos bastones de eucalipto, perdido en la desolación del no saber la razón del desconocimiento, inundado por diminutos cristalitos desprendidos de globos de zafiro y sumido en el eterno silencio un pequeño pueblo de no más de diez mil habitantes; su nombre: Tristeza.
Por sus calles correteaban y jugaban sonrientes ancianos a los que le empezaban a sobrar primaveras, acompañados de sus inseparables bastones de madera tallada sutilmente. Las carcajadas y gritos de los niños habían sido olvidados por los también antiguos callejones, y la sonrisa perfecta de una chiquilla feliz no se asomaba por aquellos lares desde las primeras albas contempladas por el sol. La tristeza y soledad asolaban cada puesta de sol mientras cada unos de los chicos que allí habitaban se limitaban a encerrarse en casa y ver los dibujos animados.
Por las calles sin rumbo comienza a vagar un rumor transmitido por el silbido del viento que se posa sobre las copas de los robles y que, cierto día, se hace realidad. De la nada aparece una Mary Poppins sin paraguas pero con mucho más estilo, elegancia celestial y porte que nada en nada envidia a un pura raza. Rostro serio sin articular palabra, cabello de finas láminas de oro y mirada penetrante hasta las entrañas hacían de aquella mujer un reclamo para los ojos de cuantos paseaban por las avenidas y pequeños boulevard del lugar.
Unos meses después, al alba, un niño se despierta y por primera vez en mucho tiempo logra divisar un pequeño rayo de luz que acecha bajo las cortinas de su sombría habitación. Asombrado, corretea por la casa cual pez que se muerde la cola, perdido y sin saber a quién contarle tal descubrimiento. Pronto se da cuenta que no tiene a nadie, ni amigos, ni familia, ni nada. El chiquillo alza la mirada y no ve más que la nada; eso es lo que hay, nada. Había estado encerrado durante años por culpa de un sol malvado que no quería dar a conocer su escondite tras las montañas. Pero ahora que lo había encontrado, tocaba disfrutar de toda su luz. Decidido, abrió la chirriante puerta de la casa y echó a correr calle abajo llamando a las puertas de los hogares de niños y mayores, animándolos a que también ellos hallasen donde se encontraba el sol…
¿Y la mujer?
Pasaron los días, los meses y los años y el pueblo se olvidó de ella. A pesar de todo, seguía apoyada en cada fuente y en cada árbol, en cada colina y en cada acera, en cada grito y en cada uno de los corazones que ella guió, aconsejó y educó en su camino entre las laderas de los montes, buscando un último rayo de luz en su vida…
Sin que nadie lo supiese jamás, fue ella quien logró abrazar al sol y elevarlo al medio de un cielo sin fin; fue ella quien, sin cambiar ni por un segundo su rostro y sin mediar palabra, logró hacer sonreír a los niños de un pueblo llamado Esperanza; fue ella quien a pesar de que ya no la podemos ver, todavía hoy permanece apoyada sobre los inmensos pilares de un corazón contento, el corazón de un pueblo…nuestro pueblo.

jueves, 22 de enero de 2009

:( Cuando empecé a hacerlo tenía miedo, mucho miedo. Todos los chicos eran mucho más grandes que yo y se reían de mí. No sabía si seguir porque nunca podría llegar a ser como ellos, me llevaban cinco años y unos cuarenta centímetros. Cualquier movimiento que hacía era cortado o por sus risas o por sus largos brazos. Llegaba a casa con la cara hinchada como si me hubiesen dado una paliza, ojalá, a mi corazón es al que le habían pegado; y muy fuerte. Cada noche pensaba en dejar todo aquello, no valía la pena tanto dolor sabiendo que no conseguiría nada. Ya encontraría otra cosa que hacer que me costase menos… la verdad, había algunas que se me daban realmente bien y decidí probar. Un año sabático apartado de ello y tratando de encontrar mi vocación me sirvió para darme cuenta de que no era feliz, no sin él. Tras semanas de meditación, casi me meto a hacer yoga, tomé la decisión de volver tratar de disfrutar; no lo conseguí. Esos chavales seguían metiéndose conmigo cada día y no me quedaba otra opción que aguantar. No disfrutaba, pero era feliz. Quizá las cosas podían ir mejor pero el dolor de cada día valía la pena, lo amaba. Los años fueron pasando y la situación fue cambiando, pero no a mejor. Yo crecía, ellos también; aparentemente todo seguía igual pero yo cada día sentía más ganas de seguir haciéndolo y no abandonarlo jamás. Eso me llevó a esforzarme día a día, a aprender que el mundo es jodido y no por ello deja de ser hermoso, a oír y no escuchar al que nunca te ha escuchado… Eso, me ayuda a mirar al cielo cada amanecer y apretar los puños dejando atrás el sufrimiento al que fui sometido. Ahora, con quince años cumplidos, puedo acercarme a eses chavales y reírme hasta hartarme pues ahora ellos son los vencidos y yo el vencedor, ahora los que jodían son jodidos, ahora yo sigo siendo yo…

Gracias por hacer que te ame… :)


If you're trying to achieve, there will be roadblocks. I've had them; everybody has had them. But obstacles don't have to stop you. If you run into a wall, don't turn around and give up. Figure out how to climb it, go through it, or work around it. Just play. Have fun. Enjoy the game…
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