lunes, 15 de noviembre de 2010

Interpretación primera del día de voces

...mis piernas temblaban y mi madre abrió los ojos como lo hacía cada mañana, jurando y perjurando por su aspecto. Era presumida, mas no tenía ni ropa, ni dinero ni nada para ir a una reunión. Agarró su pantalón de pana, el de todos los días, y lo estiró, pues no estaba planchado y tenía algunas arrugas. Se puso la camisa, la de los domingos, nunca se la ponía si no era domingo. Después los zapatos, una talla más grande que la suya porque se los había regalado la abuela. Parecía un payaso, el mejor de todos, el más precioso.

Me agarró de la muñeca, salimos y claro, llovía (no sé cómo aguantan aquí tanta agua). Teníamos un paraguas, de esos negros que venden en la feria, lo cogí y se lo entregué a ella. Era pequeño y no cabíamos los dos, así que me cubrí la cabeza con la mochila nueva que me habían regalado las Navidades anteriores. Llegamos, y se enojó porque usted todavía no estaba allí, es duro esperar a alguien que te cita y a quién no se quiere ver, ¿sabe?. Llegó, aparcó y nos acercamos a usted atravesando un diminuto jardín repleto de malas hierbas. Salió del coche y se quedó parado, asustado o reprimido, así que tuvimos que movernos nosotros para ahorrarle la molestia. De repente, se apresuró a arrancar las únicas flores que quedaban, mustias y pálidas como la cara de Pinochet en sus funerales y se las entregó mientras pronunciaba unas palabras que no acierto a recordar, algo así como encantado hermosa; dejémoslo. Ella lo agradeció, por cortesía, y usted la miró de arriba abajo, deteniéndose unos segundos en sus pechos y su ombligo. Gritando, nos indicó el camino a su despacho y nos empujó hacia su interior. Allí tomó suavemente el brazo de mi madre y le situó el sillón en el lugar adecuado; en cuanto a mí, ni se molestó en mirar si había entrado antes de cerrar la puerta con un movimiento brusco de muñeca. Empezó a hablar, mucho más calmado que el día anterior, y no paraba de mirarla, como decía don Pablo, parecía que los ojos se le hubieran volado, pero no, por desgracia para usted su boca no había sido cerrada. Es más, cada palabra la pronunciaba más alto que la anterior hasta el punto que su mandíbula parecía desencajarse. La conversación no fue interesante, pues sólo habló de usted; que si el colegio se había erigido en torno a su figura, que si habría podido ser catedrático en Cambridge pero había renunciado por sus alumnos aquí... De mí, ni palabra; quizá por ello pareció a mi madre una reunión absurda. Acabó, como de costumbre, enfadada. La despidió con otra mirada, con las mismas pausas pero esta ver de abajo a arriba. A mí, ni adios.

Me fui, nos fuimos, se fue.

Anocheció...

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