viernes, 6 de marzo de 2009

Érase una vez, sumergido entre viejas montañas apoyadas en infinitos bastones de eucalipto, perdido en la desolación del no saber la razón del desconocimiento, inundado por diminutos cristalitos desprendidos de globos de zafiro y sumido en el eterno silencio un pequeño pueblo de no más de diez mil habitantes; su nombre: Tristeza.
Por sus calles correteaban y jugaban sonrientes ancianos a los que le empezaban a sobrar primaveras, acompañados de sus inseparables bastones de madera tallada sutilmente. Las carcajadas y gritos de los niños habían sido olvidados por los también antiguos callejones, y la sonrisa perfecta de una chiquilla feliz no se asomaba por aquellos lares desde las primeras albas contempladas por el sol. La tristeza y soledad asolaban cada puesta de sol mientras cada unos de los chicos que allí habitaban se limitaban a encerrarse en casa y ver los dibujos animados.
Por las calles sin rumbo comienza a vagar un rumor transmitido por el silbido del viento que se posa sobre las copas de los robles y que, cierto día, se hace realidad. De la nada aparece una Mary Poppins sin paraguas pero con mucho más estilo, elegancia celestial y porte que nada en nada envidia a un pura raza. Rostro serio sin articular palabra, cabello de finas láminas de oro y mirada penetrante hasta las entrañas hacían de aquella mujer un reclamo para los ojos de cuantos paseaban por las avenidas y pequeños boulevard del lugar.
Unos meses después, al alba, un niño se despierta y por primera vez en mucho tiempo logra divisar un pequeño rayo de luz que acecha bajo las cortinas de su sombría habitación. Asombrado, corretea por la casa cual pez que se muerde la cola, perdido y sin saber a quién contarle tal descubrimiento. Pronto se da cuenta que no tiene a nadie, ni amigos, ni familia, ni nada. El chiquillo alza la mirada y no ve más que la nada; eso es lo que hay, nada. Había estado encerrado durante años por culpa de un sol malvado que no quería dar a conocer su escondite tras las montañas. Pero ahora que lo había encontrado, tocaba disfrutar de toda su luz. Decidido, abrió la chirriante puerta de la casa y echó a correr calle abajo llamando a las puertas de los hogares de niños y mayores, animándolos a que también ellos hallasen donde se encontraba el sol…
¿Y la mujer?
Pasaron los días, los meses y los años y el pueblo se olvidó de ella. A pesar de todo, seguía apoyada en cada fuente y en cada árbol, en cada colina y en cada acera, en cada grito y en cada uno de los corazones que ella guió, aconsejó y educó en su camino entre las laderas de los montes, buscando un último rayo de luz en su vida…
Sin que nadie lo supiese jamás, fue ella quien logró abrazar al sol y elevarlo al medio de un cielo sin fin; fue ella quien, sin cambiar ni por un segundo su rostro y sin mediar palabra, logró hacer sonreír a los niños de un pueblo llamado Esperanza; fue ella quien a pesar de que ya no la podemos ver, todavía hoy permanece apoyada sobre los inmensos pilares de un corazón contento, el corazón de un pueblo…nuestro pueblo.

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